Lo primero que hizo mi mamá cuando nació mi hermano mayor fue revisarle las orejas. Con un suspiro de alivio prosiguió con el típico chequeo de toda madre primeriza y nerviosa. Nariz, checked; 10 dedos en los pies, checked; 10 dedos en las manos, checked; 2 ojos, checked; ombligo centrado, checked. Orejas pequeñas, priceless.
Como la única mujer, y segunda de tres, estaría de más enfatizar que mi chequeo fue exhaustivo y detallado. Mi hermano menor llegó como por ahí dicen “de pilón”. Ni así fue la excepción a la regla del checklist.
De pequeña, nunca comprendí porque mi mamá estaba obsesionada con las orejas pequeñas. Pero recuerdo claramente que siempre nos las elogiaba a mis hermanos y a mí. Eran su pride and joy. Con decir que hasta que cumplí los 10 años recibí mi primer par de diamantitos junto con la cita del joyero para hacerme los piercings que debí haber obtenido el día que puse pie en este mundo. Cuando el dolor era lo de menos porque el llanto lo causaba todo. Esa fue la única vez que odie ser niña. Mis orejotas rojas e hinchadas no eran nada parecido a lo que mi mamá siempre atesoró. Contrario a mis locos pensamientos, para ella eran todavía aún más bellas, ya que aparte de su agraciada figura y diminuto tamaño, eran adornadas de piedras tan preciosas como el cielo mismo.
Entre todo ese fetichismo, pasaron los años y nunca me detuve a examinar las orejas de mi mamá. Más bien, siempre las vi como parte de su cara, de su cuerpo y de su persona, pero nunca realmente las observé con sus ojos. Con la apreciación con que ella lo hacía y con el trasfondo de lo que para ella significaban.
Cuando nació mi hijo, en Octubre del año 2005, tuve un deja vu de mi nacimiento. Excepto, con 25 años de diferencia y el chequeo de orejas fue lo que deje en último lugar. Antes de que pudiera darme cuenta que mi hijo vino al mundo de oreja en popa, mi mamá exclamó con júbilo “¡Pero que preciosidad de orejas tiene mi primer nieto!”. En ese justo instante le reviré la mirada boquiabierta como diciéndole: Mamá ya se que está orejón, hello! A lo que mi mamá contestó: “¿Alguna vez has visto detenidamente mis orejas? - prosiguió - Antes de Maximiliano, no tenía la misma apreciación que tengo ahora de las orejas grandes. Mi nieto embelleció ese significado”.
El torrente de respuestas a las preguntas que me hice de niña respecto al misterio del tamaño de las orejas cayó como cascada directo a mi cerebro. Y todas mis dudas se desvanecieron de un jalón (a secas).
“¡Mamá, pero que orejas tan grandes tienes!” Le dije entre risas, sollozos y nervios después de tal revelación.
Aparentemente vengo de una familia de orejones. And I mean, big time. Mi mamá nunca estuvo contenta con eso. Aprendió a vivir con ello, pero siempre culpó a su papá (mi abuelo) de haber nacido orejona. Ella dice que nunca fue su trauma, de hecho se ha mofado de su “desgracia” forever. Y nos cuenta que de joven su sueño era tener hijos de orejas pequeñas (como si soñarlo fuera suficiente) y lo fue.
Como todo en esta vida cruel y despiadada, después del nacimiento de mi heredero, le detectaron cáncer terminal a mi abuelo, el orejón. Dios le concedió a mi mamá 6 años nada más para ver las orejas de mi abuelo con otros ojos. Con los mismos ojos que contempla las orejas de Max, mi hijo. Con ojos de amor.
Mi abuelo falleció hace un mes. Luchó inquebrantablemente hasta el último minuto. Se fue rodeado de sus 5 hijos. Uno en cada esquina de su cama. Imagino a mi mamá en la cabecera, acariciando sus grandes orejas y viéndolas mas bonitas que nunca.
Poco hemos tocado el tema desde aquella fatídica noche.
Desde entonces he querido preguntarle solo una cosa: Saber que es lo que mas extraña de él. Pero me detengo porque creo saber la respuesta…
La respuesta me la da cada vez que ve a Max y le besa sus orejas.
1 comentario:
hay que bonito!
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