MAZATLÁN STYLE

“¡Amo Mazatlán!” Fue la respuesta al unisono que un grupo de entrevistados me dió al iniciar el research de mi primer columna para WELCM.

Pero ¿Por qué Mazatlán?
¿Por qué no hablar acerca una ciudad cosmopolita como el D.F.? ¿Por qué no de arte? ¿Por qué no acerca de algo caliente como el narco, o la violencia que impera en el país últimamente? ¿Por qué no de política? ¿Por qué no de sacerdotes pederastas? ¿Por qué no acerca del calentamiento global, el Juicio Final, o el 2012? ¿Por qué no acerca de las infidelidades del Pirru, o del baquetazo de la Guzmán? (que por cierto casi deja ciega a una infortunada fan que aparte de pagar el cover del concierto, esta pagando el costo médico porque no encuentran ni a la Guzmán, ni la baqueta, ni a su abogado). O ya de plano, ¿Por qué no de algo realmente importante?

Puntualizo y admito que Mazatlán para mi no fue el No.1 de mi top ten por muchísimos años (18 para ser exacta). Cuando me gradué de prepa, por allá del ‘97, Mazatlán no me causaba nada más que un gran calorón, frustración, enojo, apatia, letargo, ocio y total aburrimiento. El solo hecho de pensar en hacer una vida aqui, me hacia sudar más que de costumbre. Según yo, estaba lista para largarme y preparada para comerme al mundo, mínimo otra ciudad, de preferencia que la ciudad estuviera en otro estado (digase Guadalajara o Monterrey; nunca he sido fan del D.F.). Pero si mi táctica de engatuzamiento lograba alcanzes “overboard”, haría realidad mi “teenage dream”: The United States of America.  And so it was.

En menos de lo que cantó un gallo, ya tenía los pies en la “not so warm but super charmy twin city Minneapolis". !Si! Me mandaron hasta Minnesota. El estado de los mil lagos, de la era del hielo, donde predomina el hockey y las palas para limpiar la nieve del driveway todos los días por 10 meses. Donde las mascotas más conocidas son ardillas o venados que cohabitan civilizadamente con el ciudadano común.
El estado donde jamás han siquiera escuchado la palabra calor, “cuantimenos” saben lo que es un aire acondicionado.
Con el mall mas GRANDE de todo el país anglosajón, donde la gente se va ha hacer su jogging matutino y en una de esas, si no pones atención por donde entras y donde sales, te pierdes en el mundo de “Lego” mas grande que he visto en toda mi vida. Juraría que tan solo esa sección es del tamaño de la “Gran Plaza”. Hasta una mentada feria con montana rusa y toda la cosa le cabe a esa inmensidad.
En el centro, los edificios se conectan entre sí por medio de puentes térmicos e insolados para no tener la desdicha de convivir con el terrible clima que los vio nacer. Terrible? Jajaja ilusos.

Hasta que un día…

Los vientecitos que disfruté la noche que llegué, se convirtieron en el terror del resto de mi año de intercambio.
En Septiembre, conocí la nieve. Los copos se vislumbraban como algodones que acariaciaban las hojas de los árboles dándoles ese toque celestial que anuncia la venida del invierno.
En Noviembre, los malditos copos se convirtieron en toneladas de nieve sobre toda la ciudad. Si apenas salía el sol, lo aprovechábamos para quitar el monstruo blanco de las ventanas y de la entrada de la casa. Y nada de cervecita para el relax. En los States me faltaban 3 inmensos añotes para hacer eso “legally like”. Mis refunfuños añoraban los días que me tiraba en la playa sin pena ni gloria, a echarme mis mechudas a punto de hielo.
En Diciembre tuve la oportunidad de regresar a pasar la navidad con mi familia.
Sentía que explotaba de la emoción de regresar a mi terruño.
Me moría por hablar español, tomarme una cerveza recorriendo el malecón, ir a la playa, ver a mis amigos, comer cocos, ir a los mariscos, treparme en el faro, a una pulmonía, exponerme al sol hasta quedar hecha chicharrón, ir a un cumple en casa con calle cerrada y cenar birria con frijoles puercos. Deleitarme en “Olas” con un raspado de “Concordia” o un elote asado, o los dos. Y el calor, ahhh bendito calor. Ahora sí disfrutaba de cada gota de sudor que recorria mi cuerpo. Hasta cosquillitas sentía.

De regreso al color gris, el resto del año pasó lento pero no en vano.
Cuando la nieve cedió por allá del mes de Mayo, fue como si todo hubiera renacido. Niños en los parques y gente camimando por las calles. Los puentes que conectaban a los edificios entre sí, ya eran asunto olvidado. Los lagos, alguna vez congelados, servian de playas (según ellos). Y los deportistas (por fin) dejaban de utilizar el Mall de America como su pista de track.

Aparecieron las “summer-parties”, donde el atractivo principal eran mis relatos de como era una verdadera fiesta “Mazatlán Style”. De como aquí se vive de noche aunque se trabaje de día, que bajamos la cruda con más cerveza y unos taquitos de carreta. Que aquí no perdemos el tiempo investigando si eres rico o pobre porque en el punto de la ciudad que estemos, todos somos iguales. Tenemos un vínculo que nos une mas allá de un estatus y respetamos esa ideologia como el “aguachile” que es nuestro pan de todos los días.

A medida que mis historias avanzaban, el amor por mi tierra crecía, y me daba una cachetada por cada desprecio que alguna vez le hice.

Por fin el tiempo oficial de mi estadía en tierras gabachas terminó. Arreglé mis petacas y enfilé al avión sin mirar atrás.

A la postre de una rica tarde en la playa, procuré un análisis interno, y caí en cuenta que haber sido tan infantil un año atrás, sirvió de algo. Separarme de mis raíces ha sido la mejor experiencia de mi vida. Gracias a esto atesoré mi país, mi idioma, mi ciudad, mi familia y el calorón, que hablando claro, es básicamente el hermano incómodo y quedado que todos los pata salada tenemos.

Este es el porqué de hablar de Mazatlán.

Como fiel lugareña, expiro orgullo de solo nombrar sus letras y transpiro el amor que le tengo a este mar que me ha dado vida, amigos, trabajo, experiencias, alegrías, tristezas, y sobre todo, muchas, pero muchas sonrisas.

Ya han pasado 12 años desde que viví esta gran revelación. Y cada día que pasa, me gusta mas vivir aquí. Siempre encuentro cosas nuevas que ver, hacer y por las cuales ser felíz. Los baches y las calles inundadas son un recordatorio de que no se puede tener todo en la vida, y comparado con otras ciudades, son pequeñeces absolutamente reparables.

Siempre trato de enfatizar lo positivo para nunca dejar de querer a mi puerto. Y cuando eso no ayuda, hay un “sunset” en Cerritos que me espera fielmente todas las tardes para darme el mejor consuelo por el resto de mis días.

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