THE EYE OF THE BEHOLDER

De Matehuala, San Luis Potosí para el mundo entero.  Una moda urbana  que ha rebasado fronteras.  Las botas vaqueras con la punta modificada fueron el complemento perfecto para acompañar un nuevo género que apenas hace dos años estaba en pañales.  La música tribal.  Esta es básicamente una mezcla de cumbia, sonidos prehispánicos y afros que ha provocado todo un fenómeno musical  y  geográfico.  Estados de la unión americana como Texas, Arizona y Nuevo México se han unido a esta subcultura que prácticamente le ha dado la vuelta al globo terráqueo. Hace aproximadamente un año me rolaron un  mini documental de esta nueva tendencia.  Y la mera verdad ni siquiera le puse atención a la “musiquita”.  Siendo la moda mi plato fuerte, no pretendo siquiera cucharear en ese punto, y aunque no de mi total agrado, reconozco que este boom norteño ha sido un hitazo para una cuantiosa cifra demográfica.

Lo que más me atrae de todo esto es que, no es como la eterna pregunta de qué fue primero, si la gallina o el huevo.  Aquí primero fue la moda de las botas y después todo lo demás.  Así, muy mexicano.

LOS ANTECEDENTES
¿Recuerdan los videos de  Loco Mía?  Su sello eran esos atuendos  estrafalarios con hombreras interminables, camisas abombadas  y abanicos chinos como los que tu mamá colgó en la sala de su casa cuando le entró el furor Oriental por allá de los 80’s.  Mi canción favorita era Rumba Zamba Mambo, desgraciadamente en ese video no se ve lo que a mí en lo personal, me capturó al punto de correr al puesto pirata más cercano para hacerme acreedora de su tape.
Si, fueron sus botas.  El calzado más exótico que mis ojos de 10 añera jamás habían visto.

En el video que lleva su nombre, Loco Mía, se aprecia perfectamente el cuadro donde aparecen sus 3 integrantes caminando por unas rocas en alguna playa exótica describiendo en 8 estrofas la vida paradisíaca europea que todos soñamos tener algún día (disco, moda, loco, sexo, mar, sol, marcha y crazy).

Aunque el éxito de Loco Mía fue corto, su moda  no estaba lejos de la realidad.

LA HISTORIA
Si mi research express (de esos que me aviento en 10 minutos) no me deja mentir,  las botas picudas (en español), poulaines  (en italiano) o crakows (en inglés), existen desde hace un titipuchal.  Fueron un calzado muy popular en el siglo 15.  Según cuenta la historia el nombre de “crakows” viene de Krákow, que era la capital de Holanda en aquel entonces.

 Esta botita tan singular era usada tanto por mujeres como hombres, siendo este el que las customizaba más chacalonas.  Entre más larga la punta se requería de más astucia para que esta se mantuviera firme y no fuera causa de algún tropiezo.  Así que para asegurar una punta bien parada (no es albur) utilizaban huesos de ballenas y hasta mecates amarrados a las rodillas para su ideal funcionamiento.

Hasta que el Papa y el Gobierno la vinieron a cagar (surprise!), ya que para finales del  1400 y principios del  1500 prohibieron el uso de este calzado.

El especialista en antigüedades y rarezas del pasado, John Stow, escribió a finales del siglo 16 las causas que llevaron al rey  Enrique Vl a tomar dicha decisión. Citando prácticamente que dicha ley  prohibía enfáticamente el uso de las botas picudas.  Que el largo oficial de las puntas de todos los zapatos  sería no mayor a 2 pulgadas, que si hacían caso omiso a lo advertido, la iglesia los iba a maldecir y que si seguían de oídos sordos  tendrían que pagar un multa de 20 chelines (una libra esterlina) por cada par que tuvieran en su closet, y 30 más si los cachaban tirando barrio el día más picudo de la semana (domingo).

EL PRESENTE
Regresando a los tiempos modernos, enfoquémonos un poco en los valientes potosinos que sin tener idea alguna de lo que les acabo de contar  siguieron al pie de la letra una tendencia que estuvo de moda siglos atrás.  Dudo mucho que se hayan parado frente a la computadora a  googlear: “botas picudas-wiki”.   Sin embargo, su propio gusto y búsqueda de identidad los empujó a crear,  moldear y mejorar  con sus propias manos una moda que no existía para ellos.

Valiéndose de mangueras,  tornillos remachados, lentejuelas, pieles reales o sintéticas, dibujos animados, prints salvajes,  tonos fluorescentes y muy pero muy mexicanos, le fueron dando forma al elemento principal de un cuadro bizarro pero hipnotizante;  como esas cosas fascinantes de la vida que no puedes dejar de ver e imaginar cómo fue que sucedieron  pero están ahí, tangentes,  latentes  y  te guste o no es algo que simplemente no se puede ignorar.

El outfit se completa y está listo para salir a dar unos pasitos tribales cuando se le añaden unos pantalones entubados  más ajustados  que los de los Ramones (para que resalte la bota), una camisa vaquera a cuadros o lisa, de preferencia con pedrería, un escapulario del santo que les haya hecho más milagros y un sombrerito vaquero tipo pachuco con una plumita en el asta como haciéndole honores a su dueño.  Los picudos más modernos o con poder económico visten camisas sport 50% algodón y 50% poliéster “tipo polo” con el logo más grande que se encuentren, un anillo de oro puro para cada dedo de las manos y rosarios platinados para dar un efecto de contraste.

LA EXPERIENCIA
El primer par de botas semi-picudas vaqueras  que adquirí fue hace unos  5 años.  No es que no me gustaran antes, pero quien sabe de esto, está consiente de que hablando en el idioma del billete, dar con un buen par de botas es como querer encontrarle un pelo a un sapo. 
Los precios  oscilan de los miles  para adelante, nunca para atrás.  Y si encuentras botas de 1000, son las más básicas que hay en el mercado.  Entre menos puedas pronunciar el nombre del animal exótico del que fueron hechas, más cariñoso se pone el asunto.
Así que opté  por algo seguro ($) y fácil de pronunciar.  La búsqueda fue ardua.  Por ser un calzado de tipo masculino, tuve que pasar por filtros de crítica, incredulidad, tallas, colores, piratería y sobre todo, precio.

Hasta que me topé con  la perfección: Un par de relucientes botas de avestruz, color hueso y garigoles en rojo bermellón. 
Recuerdo que no pude contener la felicidad y me dispuse a tenerlas a como diera lugar.

Ingrata como es la vida, era el único par, por lo que para mi gusto estaban en oferta, y para mi disgusto eran medio número debajo  de mi talla normal.  Con todo y todo me armé de valor y guardé mi calcetín de prueba (siempre hay que llevar uno en la bolsa), con la esperanza de que mi pie entrara más fácil en aquellas cositas que cada vez las veía más diminutas, porque déjenme decirles, aparte de estrechas, las botas vaqueras son el calzado más, digo, MÁS  duro e incómodo del mundo.  Una talla arriba parece  que traes puesto al  Costa Concordia (con el efecto de inundación incluido) en cada pata, y una talla abajo no te entra ni con vaselina.
Al final, mi actitud decisiva le ganó a mi sentido común y desembolsé una milpa (literalmente sentí que traía el maizal cargando en el lomo).

El gusto me duró 3 salidas y cinco ampollas.  A la cuarta salida ya no podía ni verlas, y más que los pies, me dolía el hecho de no sentir la autoridad que solo un par de botas vaqueras te puede dar.  Ese sentido de individualidad que estoy segura ha de tener a  los picudos con el orgullo a flor de piel cuando labran a clavo y martillo sus obras maestras para el deleite de quien no juzga, sino admira.

LA REALIDAD
Tristemente, mi opinión dista de la de muchas personas.  Y me alegro  que todos pensemos diferente.  La diversidad es lo que nos hace únicos.   Indies, poperos, hipsters, moto clubblers, ravers, emos, reggaetoneros, bohemios y anexos.  Todos  tenemos cola que nos pisen y por ende nos debemos el derecho de expresar lo que sentimos, como lo sentimos,  cuando lo sentimos;  y la responsabilidad de respetar los gustos ajenos o “uncool”,  así la punta de unas botas pique los ojos de algunos… y el ego de otros.
¿O qué?  ¿Crees que el penacho emplumado a la “Lady Di” que te ensartas en  el pelo se te ve muy High Couture?

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